La singular pareja que hacen Platón y Nietzsche tienen en sus ideas sobre el cuerpo un punto particularmente conflictivo. El primero, como bien sabemos, parte de un dualismo antropológico que hace de cuerpo y alma los componentes de lo humano. El alma es la que goza de mayor atención, la que se encuentra por encima del cuerpo en una escala ontológica (y ontoteológica cabría decir) y que parece ser una auténtica enfermedad del alma. En el Fedón (66a-e) podemos encontrar los conocidos argumentos a favor de esa ocupación y preocupación por el alma que debe distanciarse del cuerpo tanto como le sea posible:
Conque, en realidad, tenemos demostrado que, si alguna vez vamos a saber algo limpiamente, hay que separarse de él y hay que observar los objetos reales en sí con el alma por sí misma. […] Pues si no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente, una de dos: o no es posible adquirir nunca saber, o sólo los muertos. Porque entonces el alma estará consigo misma separada del cuerpo, pero antes no.Platón, Fedón 43
La muerte, en efecto, queda definida como «que el cuerpo esté solo en sí mismo, separado del alma, y el alma se quede sola en sí misma separada del cuerpo», (Platón, Fedón 39) se trata de una fuerza disolutiva que es también una puerta hacia un conocimiento puro que, no obstante, no está ya al alcance de este mundo donde la dualidad impera y, por tanto, encuentra en el cuerpo un límite que le hace de obstáculo y barrera. La enfermedad del alma es estar aprisionada en un cuerpo que le aleja de su verdadera esencia y del verdadero conocimiento. Este tipo de saber no es del cuerpo y tiene una radical distancia con él. La respuesta nietzscheana es frontal y directa: «cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es solo una palabra para designar algo en el cuerpo». (Nietzsche, Así habló Zaratustra 64)
La ruptura con el dualismo en Nietszche es completa, no hay nada más que esta realidad corpórea y el alma está dentro de ella. No hay ya un cuerpo como enfermedad del alma. De hecho, más que hablar de alma habría que hacerlo de una pluralidad de almas. El concepto se acerca entonces al de potencia de manera que el cuerpo es pensado como un conjunto de diversas fuerzas que se enfrentan al devenir de la realidad para poner en él su huella evanescente, su interpretación que es más o menos potente en la medida en que resiste a ese incesante devenir de lo real. Es aquí donde encontramos esa célebre afirmación del alemán: «nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de muchas almas». (Nietzsche, Más allá del bien y del mal 41)
La potencia escondida en la enfermedad del alma
El conocimiento que se adquiere a partir de esta pluralidad de potencias no sería sino uno de muchos destellos que emergen de la base corporal que les sostiene y hace posibles. Por ello, precisamente, son un auténtico saber del cuerpo que sin embargo no le agotan. De aquí que desde una perspectiva nietzscheana el verdadero desafío está en avanzar hacia una noción más completa de cuerpo, hacia una que no se limite al cerebro y la razón sino que haga una afirmación global de la vida. La voz de la conciencia, en esta misma línea, no está en otro mundo ni responde únicamente a principio racionales: «Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido –llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría». (Nietzsche, Así habló Zaratustra 65)
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El filosofar estaría entonces orientado hacia este conocimiento del cuerpo. Es en la enfermedad del alma donde se esconde una potencia olvidada por los despreciadores del cuerpo. Mientras esto no se dé, éste se mantiene como fondo opaco de donde emanan los destellos de las potencias que pensamos como anímicas: luces que nos permiten captar algo de la totalidad en un abrir y cerrar de ojos. Mantener el empeño, la fuerza de voluntad por realizar esta reconstrucción es lo que nos lleva a darle ese sí a la vida con su plural y constante fluidez.
El saber después de la muerte
No es el caso entrar en los pormenores de la concepción nietzscheana, sino destacar la diferencia fundamental con el filósofo ateniense. Entre ambos se genera un auténtico campo magnético repulsivo en la medida que una afirma la gran sabiduría del cuerpo y busca un santo decir sí a la vida mientras que la otra busca un prudente distanciamiento sobre la base de un dualismo que tiene en el alma su verdadera prioridad. Pero más que resolver la cuestión intentando encontrar matices que hagan ver los tonos medios donde todo parece blanco y negro, denunciar trampas argumentales o establecer posibles cercanías, interesa más centrarse en lo que de hecho existe en medio de estas estrellas: la tensión del campo antes mencionado.
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Para ello habría que destacar esa observación del diálogo platónico que hemos citado más arriba. Si es cierto que para conocer la verdad de las cosas se requiere de un distanciamiento del cuerpo, entonces en este plano de realidad nunca es posible tal conocimiento que sólo le sería accesible a los muertos. Curarse de la enfermedad del alma, del cuerpo mismo, es necesario para entrar al territorio del verdadero saber. El filósofo, desde la perspectiva platónica, es aquel que se prepara para la muerte, que la reconoce y abraza sin miedo: «Pues corren el riesgo cuantos rectamente se dedican a la filosofía de que les pase inadvertido a los demás que ellos no se cuidan de ninguna otra cosa, sino de morir y de estar muertos». (Platón, Fedón 38) Nos situamos, entonces, entre la afirmación de la vida junto con una búsqueda del conocimiento pleno de la pluralidad de potencias del cuerpo donde no se reconoce dualismo alguno y la preparación para la muerte que se reconforta sabiendo que la verdad está más cerca mientras el cuerpo se encuentre menos presente.
Saber del cuerpo: el dolor y el placer
Ahora bien, esto no significa que el cuerpo no tenga sus apariciones en el diálogo platónico. Como bien resalta Franco Rella, Sócrates entra en escena en el Fedón con una reflexión precisamente relacionada con lo corpóreo. Habiéndole retirado los grilletes dirige las siguientes palabras a los presentes:
¡Qué extraño, amigos, suele ser eso que los hombres denominan “placentero”! Cuán sorprendentemente está dispuesto frente a lo que parece su contrario, lo doloroso, por el no querer presentarse al ser humano los dos a la vez; pero si uno persigue a uno de los dos y lo alcanza, siempre está obligado, en cierto modo, a tomar también el otro, como si ambos estuvieran ligados en una sola cabeza. Platón, Fedón 30-31
Esto está suscitado por la experiencia dolorosa de los grilletes que al ser retirados dan paso al placer. Sócrates muestra esta conciencia del cuerpo y sus sensaciones antes de emprender con alegría su partida hacia la morada de los muertos. El círculo del placer y el dolor es, en efecto, una mera apariencia del plano corporal o, como dirá más adelante, hacen las veces de clavos que sujetan al alma al cuerpo: «Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava en el cuerpo y la fija como un broche y la hace corpórea, al producirle la opinión de que son verdaderas las cosas que entonces el cuerpo afirma». (Platón, Fedón 73) Se trata, por lo tanto, de liberarse de estos clavos que nos fijan a un círculo que no encierra verdad alguna pues, como se verá más adelante en el diálogo, nada puede generarse de su contrario sino que esta apariencia es precisamente uno más de los engaños del conocimiento que depende de la sensibilidad corpórea.
El alma, por tanto, quedará en el estatuto de inmortal porque eso que da la vida no puede transformarse en su contrario. Llegar a esta convicción es producto de un ejercicio, de un hacer que le viene comandado a Sócrates en sueños: «¡Sócrates, haz música y aplícate a ello!» (Platón, Fedón 32) El condenado está convencido de que la más alta música es la filosofía y que es ella la que muestra el camino de salida hacia el verdadero conocimiento. Pero no se puede dejar de notar que en este mismo texto no se hace una apología del suicidio sino que incluso se le muestra como un acto impío puesto que, como bien sabe Sócrates, no está en nosotros tomar esa crucial decisión en la medida en que nos debemos a los dioses. La enfermedad del alma no se cura con tanta facilidad.
Aprender a habitar
Ahora bien, si, como dice Harpur, «tal como afirmaban los griegos, la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento», entonces podemos pensar que el entregarse a esta música no es sino un ejercicio necesario para acceder a una muerte que es un paso hacia otra forma de vida, una manera de curarse de la enfermedad del alma. El cuerpo, en suma, sería una barrera que hay que aprender a habitar para que, llegado el momento, su abandono sea de manera tranquila sabiendo que el paso que está por darse es producto del mérito y no un castigo. La existencia corpórea es una auténtica frontera entre el nacimiento y la muerte, un espacio habitable que es objeto de culto y cultivo y cuyo fin es un misterio visto en el amplio horizonte de la vida. Esta es la lectura vitalista que busca encontrar un cierto consuelo en la música de la filosofía. Ella encuentra que el dualismo antropológico platónico pone el acento en el alma, pero que no por eso deja de hablar de un cuidado de sí en relación a la existencia corpórea que es precisamente ese aprender a habitar este cuerpo-territorio que somos.
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La solución al castigo del alma en el cuerpo, a la enfermedad del alma, no está en la violenta o prematura disolución de su ligazón terrena, sino en el ejercicio musical que lleve a un saber del alma desde el cuerpo poniéndonos en condiciones de enfrentar la muerte como el merecido reconocimiento al esfuerzo de la existencia. Desprecio del cuerpo, sí, pero no de manera radical sino reconociendo siempre su estatuto y papel en el marco de la existencia. Sócrates parte del placer y del dolor, de la experiencia corpórea, para luego desarrollar su argumento sobre la inmortalidad del alma y sobre lo justo de su actitud ante la muerte. La enfermedad del alma, por tanto, invita a conocerla, a explorarla a fondo hasta convivir con ella para enfrentar con alegría el momento de la eterna despedida.
Carlos, por lo que he leído, Platón era dualista y Nietzsche monista.
Por lo que es muy difícil poder hacer una comparación entre ellos sobre la muerte puesto que parten de principios muy distintos.
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Mi querido ratón, a veces los polos opuestos se tocan a pesar de sus esfuerzos por mantenerse separados. Pero más allá de las diferencias y distancias lo importante está en el diálogo que se puede establecer entre estos autores. Las conclusiones serán siempre muy interesantes. ¡Abrazo roedor!
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